martes, 3 de mayo de 2011

FILOSOFIA / El Mito de la Caverna, Platón (texto)

(LA REPUBLICA, Libro VII, Platón)

I

-Después de esto -añadí- , represéntate la naturaleza humana en la siguiente coyuntura, con relación a la educación y a la falta de ella. Imagínate una caverna subterránea, que dispone de una larga entrada para la luz a todo lo largo de ella, y figúrate unos hombres que se encuentran ahí desde la niñez, atados por los pies y el cuello, de tal modo que hayan de permanecer en la misma posición y mirando tan solo hacia delante, imposibilitados como están por las cadenas de volver la vista hacia atrás. Pon a su espalda la llama de un fuego que arde sobre una altura a distancia de ellos, y entre el fuego y los cautivos un camino eminente flanqueado por un muro, semejante a los tabiques que se colocan entre los charlatanes y el público para que aquellos puedan mostrar, sobre ese muro, las maravillas de que disponen.
            -Ya me imagino eso- dijo.
            -Pues bien: observa ahora a lo largo de ese muro unos hombres que llevan objetos de todas clases que sobresalen sobre él, y figuras de hombres o de animales, hechas de piedra, de madera, de otros materiales. Es natural que entre estos portadores unos vayas hablando y otros pasen en silencio.
            -¡Extrañas imágenes describes -dijo- y extraños son también esos prisioneros!
            -Sin embargo, son semejantes en todo a nosotros -observé-. Porque, ¿crees en primer lugar que esos hombres han visto de sí mismos o de otros algo que no sean las sombras proyectadas por el fuego en la caverna, exactamente enfrente de ellos?
            -¿Cómo -dijo- iban a poder verlo, si durante toda su vida se han visto obligados a mantener inmóviles sus cabezas?
            -¿Y no ocurrirá lo mismo con los objetos que pasan detrás de ellos?
            -Desde luego.
            -Si, pues, tuviesen que dialogar unos con otros, ¿no crees que convendrían en dar a las sombras que ven los nombres de las cosas?
            -Por fuerza.
            -Pero supón que la prisión dispusiese de un eco que repitiese las palabras de los que pasan. ¿No crees que cuando hablase alguno de éstos pensarían que eran las sombras mismas la que hablaban?
            -No, por Zeus -dijo.
            -Ciertamente -indiqué-, esos hombres tendrían que pensar que lo único verdadero son las sombras.
            -Con entera necesidad -dijo.
            -Considera, pues -añadí-, la situación de los prisioneros, una vez liberados de las cadenas y de su insensatez. ¿Qué les ocurriría si volviesen a su estado natural? Indudablemente, cuando alguno de ellos quedase desligado y se le obligase a levantarse súbitamente, a torcer el cuello, caminar y a dirigir la mirada hacia la luz, todo esto con dolor, y con el centelleo de la luz se vería imposibilitado de distinguir los objetos cuyas sombras percibía con anterioridad. ¿Qué podría contestar ese hombre si alguien dijese que entonces sólo veía bagatelas y que, en cambio, estaba más cerca del ser y los más verdaderos? Supón además que al presentarle a cada uno de los transeúntes, le obliga a decir lo que es cada uno de ellos. ¿No piensas que le alcanzaría gran dificultad y que vería las cosas vistas anteriormente como más verdaderas que las que ahora se le muestran?
            -Sin duda alguna -contestó.
           
II

            -Y si, por añadidura, se le forzase a mirar a la luz misma, ¿no sentiría sus ojos doloridos y trataría de huir, volviéndose hacia las sombras que contempla con facilidad y pensando que son ellas más reales y diáfanas que todo lo que se le muestra?
            -Eso ocurriría -dijo.
            -Y si ahora le llevasen a la fuerza por la áspera y escarpada subida y no le dejasen de la mano hasta enfrentarle con la luz del sol, ¿no sufriría dolor y se indignaría contra el que le arrastrase, y luego, cuando estuviese ante la luz, no tendría los ojos hartos de tanto resplandor hasta el punto de no poder ver ninguno de los objetos que llamamos verdaderos?
            -Es claro que, de momento, no podría hacerlo -dijo.
            -Solo la fuerza de la costumbre, creo yo, le habituaría a ver las cosas de lo alto. Primero, distinguiría con más facilidad las sombras, y después de esto, las imágenes de los hombres y demás objetos, reflejados en las aguas, por último, percibiría los objetos mismos. En adelante, le resultaría más fácil contemplar por la noche las cosas del cielo y el mismo cielo, mirando para ello a la luz de las estrellas y a la luna, y durante el día el sol y todo lo que a él pertenece.
            -¿Cómo no?
            -Y finalmente, según yo creo, podría ver y contemplar el sol, no en sus imágenes reflejadas en las aguas, ni en otro lugar extraño, sino en sí mismo y tal cual es.
            -Necesariamente -dijo.
            -Entonces, ya le sería posible deducir, respecto al sol, que es él quien produce las estaciones y los años y endereza a la vez todo lo que acontece en la región visible, siendo, por tanto, la causa de todas las cosas que se veían en la caverna.
            -Está claro -dijo- que después de todo aquello vendría a parar en estas conclusiones.
            -Por tanto, ¿qué ocurriría cuando recordase su primera morada y la ciencia de que tanto él como sus compañeros de prisión disfrutaban allí? ¿No crees que se regocijaría con el cambio y que compadecería la situación de aquéllos?
            -Desde luego.
            -¿Y te parece que llegaría a desear los honores, las alabanzas o las recompensas que se concedían en la caverna a los que demostraban más agudeza al contemplar las sombras que pasaban y acordarse con más certidumbre del orden que ocupaban, circunstancia más propicia que ninguna otra para la profecía del futuro? ¿Podría sentir envidia de los que recibiesen esos honores o disfrutasen de ese poder, o experimentaría lo mismo que Homero, esto es, que preferiría más que nada "ser labriego al servicio de otro hombre sin bienes" o sufrir cualquier otra vicisitud que sobrellevar la vida de aquéllos en un mundo de mera opinión?
            -A mi juicio -dijo-, aceptaría vivir así antes que amoldarse a una vida como la de aquéllos.
            -Pues ahora medita un poco en esto -añadí-. Si vuelto de nuevo a la caverna, disfrutase allí del mismo asiento, ¿no piensas que ese miso cambio, esto es, el abandono súbito de la luz del sol, deslumbraría sus ojos hasta cegarle?
            -En efecto -dijo.
            -Supón también que tenga que disputar otra vez con los que continúan en la prisión, dando a conocer su parecer sobre las sombras en el momento en que aún mantiene su cortedad de vista y no ha llegado a alcanzar la plenitud de la visión. Desde luego, será corto el tiempo de habituación a su nuevo estado; pero, ¿no moverá a risa y no obligaría a decir que precisamente por haber salido fuera de la caverna había perdido la vista, y que, por tanto, no convenía intentar esa subida? ¿No procederían a dar muerte, si pudiesen cogerle en sus manos y matarle, al que intentase desatarles y obligarles la ascensión?
            -Sin duda -dijo.

III

            -Pues bien, mi querido Glaucón -dije-: toda esta imagen debe ponerse en relación con lo dicho anteriormente, por ejemplo, la realidad que la vista nos proporciona con la morada de los prisioneros, y esa luz del fuego de que se habla con el poder del sol. No te equivocarás si comparas esa subida al mundo de arriba y la contemplación de las cosas que en él hay, con la ascensión del alma hasta la región de lo inteligible, Este es mi pensamiento que tanto deseabas escuchar. Solo Dios sabe si está conforme con la realidad. Pero seguiré dándotelo a conocer: lo último que se percibe, aunque ya difícilmente, en el mundo inteligible es la idea del bien, idea que, una vez percibida, da pie para afirmar que es la causa de todo lo recto y hermoso que existe en todas las cosas. En el mundo visible ha producido la luz y el astro señor de ésta, y en el inteligible la verdad y el puro conocimiento. Conviene, pues, que tenga los ojos fijos en ella quien quiera proceder sensatamente tanto en su vida pública como privada.
            -Convengo contigo -afirmó- en la medida en que ello me es posible.
            -Tendrás que convenir también -dije yo- en que no hay razón para extrañarse de que los que han llegado a esa contemplación no deseen ocuparse ya de las cosas humanas y anhelen más que sus almas asciendan a lo alto. Parece lógico que ocurra así si lo que digo se muestra de acuerdo con la imagen ya referida.
            -Lógico de todo punto -dijo.
            -Entonces, ¿juzgas extraño -pregunté- que al pasar un hombre de la contemplación de las cosas divinas a las miserias humanas, obre torpemente y caiga en el más deplorable de los ridículos cuando, con toda su cortedad de vista y no suficientemente habituado a las tinieblas, se vea obligado a discutir sobre las sombras de lo justo o las imágenes de que son reflejo esas mismas sombras, e incluso a luchar por esa causa, precisamente con quienes no han tenido nunca ocasión de admirar la justicia en sí?
            -Nada extraño me parece -dijo.
            -Creo, por el contrario -proseguí-, que cualquier hombre sensato recordará que dos son las maneras y dos son las causas que producen la turbación de los ojos: una, al pasar de la luz a la oscuridad; otra, al pasar de la oscuridad a la luz. Seguro que no se echará a reír sin más, luego que haya pensado que en la misma situación se encuentra el alma cuando se turba y no puede distinguir los objetos; entonces comprobará que al porvenir de una vida más luminosa, la falta de hábito le produce esa ceguera, o que, al pasar de una mayor ignorancia a una mayor claridad, se ve deslumbrada por el resplandor de ésta. De igual modo, la primera alma le parecerá feliz por su conducta y por su vida, y la segunda le moverá a compasión, tanto que, aunque quiera reírse de ella, lo hará con menos burla que si se dirigiera al alma que desciende de la región de la luz.
            -Muy atinado es lo que dices -asintió.

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